Una vez, de la manera más tonta, conocí algo revelador sobre mí: que mi carácter me impedía ser feliz. Tenía 27 años y había ido al médico por problemas de espalda. Me dolía tanto que no podía conducir, así que mis padres me acompañaron para llevar el coche. Mientras me hacía la ficha el médico, la conversación era amena, ya que en lugar de limitarse a preguntas de sí o no o a cosas básicas, él seguía hablando para que aquello no pareciese solamente rellenar el formulario. En una de estas, para saber en qué postura pasaba el día, me preguntó si estaba trabajando. Le dije que sí y se sorprendió por mi juventud, así que siguió con su interrogatorio particular, queriendo saber desde cuándo llevaba en mi puesto, si me gustaba y, especialmente, si estaba contenta. Yo le dije que todo era mejorable, y no sé si fue la presión o qué, pero me eché a llorar. Nunca olvidaré sus palabras. Sin conocerme de nada más que aquellos quince minutos en los que me hizo mover las piernas y los brazos hasta límites insospechados, se giró hacia mis padres y les dijo: “Su hija nunca será feliz, es demasiado autoexigente”.
Y fue la mayor verdad que alguien contó sobre mí en la vida. Nunca antes me habían calado tan rápido y tan fielmente. Mi carácter me oprimía. Estaba acostumbrada a ser la primera de clase (incluso mi madre me obligaba a hacer deberes más allá de lo que nos enseñaban en el cole o a leer libros y libros), a organizarme para sacar tiempo y asistir a cursos de diferentes idiomas hasta acabar hablando cinco, a ser una niña buena que nunca daba un problema en casa, a conseguir trabajo antes que nadie en mi promoción… Pero una vez me hicieron fija, me estanqué. No logré nada más. Llevaba 4 años en el mismo puesto sin mejora alguna de posición ni de salario, triste por no tener nada de qué vanagloriarme, amargada porque aquello no cumplía mis expectativas y había dejado de subir peldaños dentro de la escalera que debía ser mi vida según mis pensamientos. Con aquel sueldo no podría comprarme un piso, así que menos podría llegar a ser mamá algún día si no tenía ni donde meter al pequeño. O eso, o seguía viviendo del alquiler que me pagaban religiosamente mis padres para que pudiese seguir trabajando en una ciudad grande.
Pero al escuchar eso comprendí qué me pasaba, lo vi con una claridad meridiana y decidí buscar ayuda. Me informé de las diferentes opciones que ofrecían las terapias psicológicas y encontré una psicóloga en Barcelona que se dedicaba a ofrecer la terapia Gestalt. Se trataba de María Laura Fernández, encargada de la clínica pSi psicología. Ella me hizo entender que mi carácter tenía su repercusión en muchos ámbitos de la vida, en lo personal, en lo social y en lo profesionales, y que de alguna forma me estaba bloqueando hasta tal punto que me impedía a mí misma ser feliz con lo que tenía.
Con la aplicación de esta terapia Gestalt acudiendo durante un tiempo a su consulta de Barcelona, la doctora María Laura Fernández me hizo tomar conciencia de todo mi ser, identificar y dimensionar el daño que me estaba provocando a mí misma yo sola. En definitiva, me ayudó a respetarme, a tener confianza e incluso amor hacia mi persona, algo que había perdido desde hacía bastante tiempo buscando una exagerada perfección que no entendía por qué no conseguía.
Lo cierto es que no fue para nada un proceso sencillo, pero me ayudó mucho a vivir la vida con mayor coherencia, transparencia y bienestar, así como gestionar las circunstancias que a veces nos sobrevienen y tratar por encima de ser feliz y aceptar lo que nos toca vivir.